Hace muchos, muchos años, me dio por hacer un retiro en un centro budista.
En ese preguntarme por el sentido de la vida, parecía que ellos traían algo que me nutriría.
Así que realicé una inmersión en: baños de botafumeiro por las noches, comidas veganas riquísimas, conversaciones con la monja que me asignaron, las pujas y vueltas y vueltas a la esturpa practicando las meditaciones sugeridas.
Al segundo día, abrazada por todo lo que te cuento, empezó a surgir en mí una necesidad imperante de hablar con el mundo.
Claro, allí reinaba el silencio, se trataba de eso. Silencio y meditación.
Yo aprovechaba cualquier momento para un:
—¡Hola! ¿qué tal?
Algunos “picaban” y empezábamos a hablar mientras comíamos o de camino a la esturpa, para meditar, o yo que sé…
Un día, la monja encargada de acompañarme durante el retiro, me llamó. Una voz silenciosa y en línea recta dijo:
—Hemos observado que el silencio propuesto durante tú retiro en el templo, no lo estás respetando. ¿Te sucede algo?
Se me contagió esa voz en línea recta y contesté:
—Pues mira, siento una calma increíble, empiezo a aclarar mi mente, pero me ha surgido una necesidad irrefrenable por hablar y comunicarme con el mundo.
—Bueno, es normal—repuso ella. Pero debes seguir en silencio.
—De acuerdo— respondí sin rechistar.
Sumisa y entregada al poder que les di en ese momento, intenté callarme, os lo prometo. La obediente que habita en mí hizo todo lo posible para acatar las órdenes.
Pero…
Después de tres días, yo seguía hablando cuando podía, con los monjes del templo, con los asistentes, etc.
Al cuarto día la hermana me volvió a llamar:
—Sigues hablando—inquirió esa voz en línea recta y ahora un poco más dura.
—Ya, pero es que la gente también me habla a mí.
—Te vamos a proponer una cosa: para seguir en el retiro deberás llevar todo el día colgado de tu cuello este cartel, sino deberás abandonar el templo.
Cuando lo vi, una corriente eléctrica y caliente empezó a subir desde mi vientre a la garganta; se quedó ahí atascada.
El cartel ponía: VOTO DE SILENCIO.
Yo pensé, bueno, en parte tienen razón, he venido para hacer un retiro.
Todos los que estamos en “modo retiro” vamos igual de perdidos, por lo que pude observar.
Fueron pasando las horas y días, llevada como por la corriente de un río repetía cada día la rutina: silencio, meditaciones en la esturpa, silencio, comidas riquísimas, silencio, fregar los platos , silencio, paseos en el bosque en meditación, baños de botafumeiro por la noche y vuelta a empezar.
Era un “yo que sé” indeterminado, obedeciendo sin más.
Pero mi mente seguía perforando:
—A ver, es un cartelito de nada, aunque esté escrito en mayúsculas y se vea a la legua, no puede impedir que yo hable. —Así que bueno, seguiré la corriente y punto.
No penséis que era una rabieta de niña pequeña, simplemente es que surgían de mí las palabras como la lava de un volcán.
Es lo que hace la Tierra con la lava cuando ya no la quiere ¿no?; expulsarla.
Así que yo seguí a la mía, con el cartel colgado, por supuesto.
Recibía los baños de humo (muy agradables por cierto), vivencias extrasensoriales, yo creo que provocadas por las meditaciones individuales y las guiadas por la Bhikkhunis.
Una manta cálida me envolvía cada vez que iba a la Puja del día.
Pero, que os puedo decir. Mi deseo por hablar seguía siendo irrefrenable.
En el quinto día, ya era amiga del templo, básicamente de todo el personal del lugar.
Como de costumbre, con mi cartel colgado, me acerqué a ellos para hablar un ratito, y de repente me encontré con la palabra en la boca sin lugar donde ser recibida.
Todo el mundo, repito todo el mundo, se giraba y seguía a lo suyo.
¿Puedes imaginarte cómo me sentí?
No lo sé, pero te diré que, después de ese momento, cuando ya estaba subiéndome por las paredes, sucedió algo que lo cambió todo.
Todo.
Y fue algo inesperado y que pasó sin buscarlo, así, como suceden los momentos mágicos en la vida.
¡Ah! Se me ha olvidado contar un pequeño detalle.
Por aquel entonces fumaba.
Eso no lo prohibían, bueno, dentro del recinto del templo sí, pero fuera… mientras recogieses las colillas hacían la vista gorda.
Sigo la semana que viene…
Joana P.