La niña lloraba desconsoladamente, abrazada, con una fuerza sobrehumana, a esa monja pizpireta; su único propósito era que no la separasen de ella; ni la monja ni su madre conseguían que esos bracitos desistiesen de su empeño. Quizás ese llanto tan sentido y esa desesperación tan súbita redujeran apenas un ápice el enfado de la madre, al no poder comprender por qué su hija la prefería a ella… ¡si era una profesora! Si, total, se trataba sólo de las vacaciones de verano y, en septiembre, la volvería a ver.
La niña insistía:
—Por favor, quiero quedarme contigo este verano; no quiero volver a casa.
Con los ojos cerrados y apretándose fuertemente a su regazo, oía la voz como amortiguada de la monja Concha, que iba diciendo:
—No sé qué le ha pasado, no lo entiendo; juega con todo el mundo; a veces, me cuesta que calme su alegría para que pueda dar la lección.
La niña, sin poder despegarse de esa mujer, era capaz de escuchar el murmullo de esas voces. La una preguntándole a la madre por la situación familiar en la que estaba viviendo ella, y la otra negando, justificando cualquier cosa, con esa falta de dignidad que la caracterizaba cuando hablaba de su marido.
Perdió la noción del tiempo; a la pequeña solo le importaba que no la pudiesen despegar del agradable calor que desprendía esa adorable monja. ¿Quizá ocurrió media hora después?
Lo ignoramos, pero el caso es que, al final, pasó el tiempo necesario para que, poco a poco, la voz dulce y amable con la que la religiosa hablaba en sus clases de matemáticas empezase a hacerle efecto; tal vez, el calor y la confianza que desprendía consiguieran que se calmase, así que cuando la niña se soltó, le preguntaron:
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué quieres quedarte aquí?
Ella respondió que no podía abandonar justo ahora a esa monja, que se quedaría demasiado sola en esa iglesia tan oscura, y que no tendría a nadie con quien hablar. Que no podía soportar la idea de abandonarla.
Entonces, la madre le sugirió volver en unos días con unos bombones y galletas.
—¿Te gustaría que le hiciésemos ese regalo?
La niñita, mirando los ojos tan tiernos de Concha, se enjugó por fin las lágrimas y dijo que sí.
De modo que, a los pocos días, Concha recibió con agrado esos bombones, le dio un abrazo a la niña y le dijo que se verían en septiembre, que disfrutase del verano.
La monja igual lo supo ver y no quiso profundizar en el tema, con la madre aliviada por tener a su hija en casa durante el caluroso verano, y la niña… La niña, no supo expresarlo de otra manera pero, en el fondo, lo que le pasaba era que no quería sentirse abandonada a un pozo oscuro y frío en el que no habría ni una sola brecha de sonrisas durante tres meses, ésa era su casa. Así vivía ella, bajo el yugo de un metal duro y la falta de abrazos cálidos donde sentirse protegida.
Algo pasó ese verano, ¿el qué? No lo sabemos… creo que ni la niña lo recuerda pero…. Una superviviente se forjó en esos meses, a su lado se alzó una espada, ligera, cortante y protectora.
Cuando volvió en septiembre, la monja ya no estaba; preguntaron por ella, les dijeron que la habían trasladado a Zaragoza.
A la niña, la noticia la rozó apenas por encima; con su mano derecha, tocó la espada invisible que llevaba al cinto y siguió caminando hasta entrar en clase. Un nuevo curso empezaba, y los libros la llamaban a disfrutar de un mayor conocimiento.
Joana P.
PD: Gracias, gracias, gracias
4 respuestas
❤️❤️❤️
❤❤❤
Joana, eres una gran escritora, me ha gustado mucho disfrutar del relato, es cierto que much@s de nosotr@s hemos vivido realidades que nos han dado la fuerza para ser quienes somos, hemos aprendido a vivir, me encantó tú manera de expresarlo.
Muchas gracias por tu comentario; transformar el dolor en un cuento es una manera de sacar lo que llevamos dentro. Abrazo❤🙌