Anna perdió su primer hijo. Ni el reposo absoluto, ni dejarse cuidar por la familia pudo evitar el desastre. Un día cuando fue al lavabo al agacharse para orinar, el bebé cayó en sus manos.
Siguieron días muy oscuros.
La madre la visitaba a diario. Un día, Anna se atrevió a preguntarle por su padre:
– Papá no sube a verme, ¿por qué?
– ya sabes cómo es. Solo me ha dicho que te diga que es culpa tuya. Pero no le hagas caso.
Pasaron meses desde entonces, casi un año hundida en su pérdida. En ese tiempo evitó ver a su padre.
Triste y vacía.
Al final se acostumbró a esa anestesia.
Y llegó la Nochebuena.
Hubiese preferido no ir. No verlo implicaba una cierta paz, pero sus suegros acudían a la cena ¿cómo no iba a ir ella con el marido?
Esperó varios minutos antes de llamar a la puerta. Finalmente le abrió su madre. Al entrar, vio la mesa servida con toda aquella comida excesiva y exquisita.
Eso es lo que le gusta a papá, pensó, que todos los invitados queden rendidos con tanto manjar.
Aquella Nochebuena cuando su padre presentó el cochinillo recién salido del horno y lo posó en la mesa, Anna escuchaba las alabanzas hacia la cocina de su padre, pero ella solo podía ver un bebé muerto en la bandeja, tostado por el horno y brillante.
No podía ni siquiera estar en la mesa.
Notaba la mirada inquisitiva de su padre. Seguro que estaría ofendido porque ella no comía. Anna lo miraba y no dejaba de sorprenderle aquel aire satisfecho, su simpatía con todos los invitados. De repente, se la quedó mirando fijamente.
-¿Por qué no comes?
-no me encuentro bien.
-Haz el favor de comer algo, estamos en Navidad. -Insistió poniendo cara de ofendido y víctima a la vez-.
Anna subió el tono de voz para que todos lo oyesen:
-Mira papá, no voy a comer porque cuando miro el cochinillo estoy viendo un bebé muerto y no puedo sostenerlo más.
Y alzando la vista al resto de invitados preguntó:
-¿soy la única que lo está viendo?, ¿en serio os podéis llevar a la boca esta comida?
Todos los comensales soltaron los cubiertos, el silencio calló como toneladas de peso encima de sus cabezas y la gente dejó de comer.
Allí se quedó el cochinillo. Todo lo que acompañaba esa noche en la mesa quedó aplastado por ese silencio, inservible, incomestible.
Ya en el coche de vuelta a casa su marido la miró sin articular palabra.
Anna sonreía después de mucho tiempo.
Esa noche por primera vez en su vida no le tuvo miedo y consiguió hacer un buen jaque a su padre, para ella significó un importante punto de partida.
joana p.