(este fragmento es parte de mi novela y tiene que ver con el cuento aquí publicado: Caldo de Muerte y Luciérnagas, Anna desciende a lo más oscuro de su cueva al tomar el caldo de muerte y allí descubre al depredador)
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Solo quedan tres días para mi cumpleaños, se dijo Anna, esperando como hacía siempre unos metros más allá de la puerta.
Había llegado antes de tiempo. Necesitaba ese espacio, colocarse al otro lado de la calle, sentada en el poyete de la ventana, unos minutos ni que sea, un ritual marcado desde hacía más de un año.
Miró el reloj, encendió un cigarrillo y con la mirada perdida en lo más adentro suyo, se entregó al tiempo que venía por delante.
Dos puertas, dos puertas tengo que atravesar. Ya conozco el camino.
Primera: ascensor. Segunda puerta: adentrarse de nuevo en la confusión. Voy a decírselo, esos recuerdos están cayendo en cascada, no puedo hacer nada
¿cuándo decidí entrar en lo más profundo de mi mente?
Y abrazando sus manos de gelatina, Anna, como tantas otras veces, tocó el timbre.
Una voz al otro lado ya la esperaba:
– Sube.
Ascensor, espejo, mirarse de nuevo, respirar, pedir ayuda al Universo.
¿Cuántos pensamientos pueden pasar por la mente durante la ascensión vertiginosa de una máquina que te ayuda a estar menos cansada?, increíble.
Cada día sé más de mí, eso es lo que tengo ganado de momento.
Suena el clinc del ascensor.
Y con ese pisar fuerte que había ido adquiriendo durante estos últimos años, se dirigió a la segunda puerta que se abría a su paso.
Allí estaba la mirada de Ingrid, compasiva, atenta, presente:
-Hola, Anna. Adelante. – Y con la mano, el permiso para entrar en la sala-.
-Sí, ya estoy aquí de nuevo. – Musitó, con la cabeza ladeada, disimulando la falta de aire que la oprimía.
El silencio, siempre ese silencio que rellenaba hasta el más minúsculo rinconcito de la consulta.
Y la espera interminable, porque de Ingrid, solo conseguía arrancar ese gesto de la mano y luego se quedaba sentada con la mirada fija en ella, esperando.
Cuando Anna decidía emitir el primer sonido, la veda se abría y el silencio hablaba en chorros como cascadas, otras como un hilo de agua que cae dulcemente en un musgo frondoso.
-Hay algo que nunca he explicado a nadie. – Se llevó las manos a la garganta y le pareció que no podrían salir de ahí sus palabras – El sr. Lakite…, bueno, verás, hay algo que pasó con mi padre…
Y antes de que pudiera articular una palabra más, con su mirada anclada en Ingrid, le asaltaron los recuerdos, esas imágenes, la luz de la habitación antes de que su padre entrara.
Entonces de nuevo pudo sentir ese silencio, que ahora parecía cargado de información desconocida y se hacía cada vez más espeso, llenando la sala todavía más.
– ¿Puedo sentarme en el suelo?. – Se agarró a la silla y con una mano en la cabeza, para evitar el vértigo y la angustia, hizo ademán de levantarse.
– Sí. ¿Te traigo un vaso de agua?, respira Anna. – dijo, moviendo las sillas rápidamente para adecuar el espacio y sin dejar de mirar sus ojos-.
Y la voz de Anna, como agua que se mueve entre piedras a la que no le pueden impedir el paso, habló. Contó entre lágrimas, asco y rabia todos los recuerdos.
Entre ellos el día en que siendo una bebé recién nacida, el sr. Lakite la sacó de la bañera y sosteniéndola por los brazos, mirando su sexo dijo – que asco – y Hermenegilda avergonzada ante su marido, le pidió perdón por haber parido una niña.
– ¿Y ahora qué?. – le preguntaba Anna, llorando con las manos agarrando el suelo y la espalda pegada a la pared? – ¿qué va a pasar ahora?.
– ¿Te recuerda a algo esa confusión de la que siempre hablas? ¿la membrana que te asfixia y te tiene prisionera, que has nombrado veces?
Ahora puedes empezar a ver dónde se gestó, con lo que creciste siendo niña. Ahora necesitas darte tiempo, espacio.
Joana P.