Camino hacia casa, un final de mañana pesado.
Agotada ni siquiera sé por qué.
Muy a lo lejos, el semáforo cambiando de colores marca el final de esa calle infinita.
Pegada lo máximo posible al muro, para evitar que los coches me salpiquen, convierto mi vuelta a casa en una especie de malabarismo:
maletín, tacones, paraguas embutido hasta la barbilla, frío mucho frío.
¿Por qué el Universo decide que diluvie ahora?
Odio esa sensación de ropa pesada, fría, adherida al cuerpo que no permite movimientos libres.
Concentrada en llegar a casa cuanto antes, miro de vez en cuando los coches que se desplazan al lado izquierdo de la carretera para evitar transitar por los mega charcos que hay a mi lado.
En cuanto me han pasado, vuelven al lado derecho para seguir por el carril que les corresponde.
Me miran desconcertados, supongo que, extrañados de ver a alguien por la calle con la que está cayendo.
La verdad es que el paraguas hace lo que puede, yo también.
Observo el río de agua que se ha formado en unos minutos, la lentitud de los coches hace que esa calle infinita no se acabe nunca.
Igual que la angustia que aprieta de nuevo mi pecho. Recuerdo que la última vez que me visitó tardó seis meses en irse ¿será igual esta vez?, me pregunto…
Una corriente extraña en mi nuca hace que mire hacia atrás.
Advierto una furgoneta de gran volumen blanca que avanza bajo la lluvia, quiere hacer lo mismo que los otros coches, desplazarse hacia el lado izquierdo de la calzada para evitar salpicarme,
y,
de repente, gira bruscamente el volante.
Todo en mi mirada se vuelve lento, puedo registrar los movimientos minúsculos de la furgoneta pesada.
La sonrisa socarrona del conductor machacando los charcos de mi lado a toda leche, para formar un amplio abanico de agua que supera mi altura.
Hasta mi angustia se queda petrificada.
A pesar de la capacidad de ver los micro movimientos de todo lo que está pasando, no me da tiempo a moverme y acabo sumergida en una especie de ola grisácea.
Chorrenado.
Petrificada.
Sucia.
El chófer socarrón, absorto en el placer que le acabo de entregar, sigue con la inercia del acelerón queriendo acabar con esa calle infinita.
En mi visión de cámara lenta advierto una cosa que él ha sido incapaz de darse cuenta y es que se ha producido un parón repentino.
Solo luces rojas de frenos, unas detrás de otras, marcan el camino.
¿Cuántos coches parados?
Unos 15 en fila india.
El socarrón satisfecho, deja de mirarme para seguir de nuevo su día y encuentra ante sus narices la masa de luces rojas.
Frena con todas sus fuerzas.
Sí, un frenazo de película.
Y empotra sin más al coche de delante, comiéndose literalmente el morro de su furgo.
-Has reaccionado demasiado tarde, querido-. Pienso.
Sigo caminando y llego a la altura del conductor mojador de personas.
El pobre está en shock.
Una cara desencajada y rabiosa me mira.
Ya no ríe.
De lo único que estoy segura es que la angustia se me ha ido de golpe,
y,
que me sabe a gloria la sonrisa que le dedico en este momento, mientras paso por su lado y digo moviendo los labios:
-ahí tienes cabrón-.
Estoy convencida que lo había hecho más veces.
Y así, con un agua gris que me acompaña hasta que me meta en la ducha, sonrío.
Joana P.
2 respuestas
Que bueno!!! Como dice el refrán, a cada cerdo le llega su San Martin 🙂
Así pasó.
Un abrazo con ternura,
Joana