Un tiempo eterno delante de un tazón con el caldo de muerte.
Sentada en la cocina, paralizada, como un relámpago, iban pasando recuerdos de Sarah, muertes en mi familia, mis
miedos más profundos, todos mezclados con sangre, huesos, garras y serpientes, desfilando rápido, sin parar, uno,
otro… la muñequita negra sin brazos y sin piernas …
Mi espalda sigue erizada, ya no hay oscuridad luminosa, un silencio sordo y el vago destello de la vela que prendimos
juntas.
* * *
¡Tengo el derecho a hacerlo! ¡A recuperar mi Fuego! Rodeada por el calor de hermanas, en medio de un bosque,
tendida en el suelo gimiendo, cojo dos puñados de tierra y grito:
-¡yo soy la Tierra!
Y con un alarido llamo a mi abuela.
Introduzco mi mano en el bolsillo y siento la suavidad de la muñequita negra sin brazos y sin piernas que mi madre
unos días antes me entregó, era de mi abuela.
*Mi madre, Hermenegilda, me la entregó porque un día fui a enseñarle con orgullo una muñeca grande de trapo
negro que cosí con mis propias manos, ella es modista, y con voz determinante decía:
-hija, estudia, coser no es lo tuyo.
A esa muñeca la llamé Sarah (mi madre siempre quiso ponerme ese nombre, pero no la dejaron).
Sarah tiene 12años, un corazón rojo que ocupa todo su pecho, es salvaje, negra, pelo marrón largo, un arapo por
vestido, sus manos y sus pies atados, la boca cosida y unas lágrimas en el rostro.
Cuando Hermenegilda la vio, se le encogió el corazón y se puso a llorar. Recordó la que siempre había visto en la
cajita de mi abuela, la buscó y la puso en mis manos.
* * *
Tocando la muñequita negra y recordando a Sarah, me despierto como de un trance, los ojos de esas mujeres me
traen de nuevo al bosque, a mí. Y como si de un sueño se tratase lo olvido…
Tiempo después, comprando en una carnicería, con desagrado por el olor y la visión desoladora de animales muertos
expuestos para el consumo humano, espero mi turno.
Soy vegana. Un pellizco en el vientre de nuevo, me he enterado que mi hijo intercambia los sushis veganos por
bocadillos de chorizo en el colegio y aquí me veis, ¿qué no hace una madre por sus hij@s?
Suena la campanita y cuando voy a pedir el jamón, siento un susurro:
– huesos, compra huesos…
Me giro, no veo a nadie, miro a la tendera y ella está como si nada, ¿sólo lo he oído yo? no entiendo…sigo comprando
mis cosas.
Una fragancia de rosas y pimienta con nuez moscada va envolviéndome.
Vuelvo a oír:
-huesos, compra huesos…
-¿Qué huesos? Le digo
-aquellos de la derecha, asegúrate que tengan médula
Esa mezcla de rosas y pimienta con nuez moscada me aviva el recuerdo del alarido en la montaña.
Yo, flipando en colores, vegana y comprando huesos con médula… y ¿de dónde viene esa voz?
Me sigue diciendo:
-Una pechuga de gallina, pide esa de la piel blanca, la que está escondida que casi no se ve.
Extrañada de mí misma pregunto: ¿y si compro setas?
Pero luego me digo: ¡qué narices estoy comprando! ¿Y para qué?
-Sí, compra dos paquetes de los que están colgados.
Me gustarían esas negras, las pido y leo en el paquete “trompetas de la muerte” ¡son perfectas!.
El susurro dice:
-sí son perfectas…
A partir de ahí se inicia una danza con esa fragancia, compras por el mercado y lugares varios muy divertida.
No me gusta comprar.
La luz del sol y la presencia de gente me entretiene, no soy consciente de que estoy escuchando lo invisible.
Hoy lo he pasado genial.
Llego a casa, es viernes, un fin de semana por delante para mí sola. No pienso hacer nada, aprovecho que mis hijos están con su padre, vuelvo a olvidarme de la danza por el mercado y las tiendas con ella.
Y en el silencio de la noche, abandonada en el sofá, sola, aburrida y agotada por mi bulliciosa vida, me acuerdo de todo lo que he comprado; de repente siento como si algo me llamase desde la cocina.
En medio de esa oscuridad espesa, un miedo que recorre toda mi espalda y se apodera de mí me empuja a la habitación de mi hija, compruebo que las ventanas están cerradas; aterrada y como aquella que no quiere ver, miro debajo de su cama, registro los armarios, lavabos y así por toda la casa….
No hay nadie, qué descanso, me aseguro que cierro la puerta de entrada a la casa con doble llave, voy a la cocina para hacerme una infusión y…
arggg…en el mármol me encuentro bien colocados los huesos, las setas, verduras, etc. que compré esta mañana.
Estaba todo en la nevera, lo recuerdo muy bien, ¿Cómo narices ha acabado todo en el mármol?, tiene que haber sido ella, pienso temblorosa e incrédula.
Dios mío no. Ya sé lo que quieres, pero no puedo cocinar, no quiero, siento terror, llevo tiempo sobrellevando el tema, dirijo una escuela de cocina, doy clases de nutrición y sólo me atrevo a cocinar en mi trabajo.
Cuando llego a casa el miedo me bloquea, si cocino me voy a morir, mis hijos se van a morir y yo seré la responsable… desapareceré de este mundo sin dejar rastro, un espiral helado empieza a envolverme. Desde el divorcio siento este bloqueo, estoy sobreviviendo como puedo, tengo que alimentar a mis hijos como sea y no puedo.
La muerte me amenaza continuamente.
Muerte, miedo, incapaz por no poder cocinar para ellos y encima, siento a mi abuela, ¡Madre mía! Te estás volviendo loca, me digo.
Delante del mármol, paralizada, toda la impotencia sostenida durante estos últimos años me aplasta por momentos.
Es mi secreto.
Y así, mientras un sabor agrio y a metal invade mi boca, el aliento cálido y reconfortante de su mano coge la mía.
Sin tiempo para pensar ni adaptarme encendemos el fogón y una vela.
Empezamos a cocinar.
A pesar de la oscuridad que reina en toda la casa, yo veo, veo más claro que nunca.
Siento que es el momento, ella quiere ahora, yo empiezo a quererlo también.
Me dice:
-mi niña…hazlo, tienes que hacerlo ya, no puedes seguir así por más tiempo.
Y danzando con esa fragancia a rosas y pimienta con nuez moscada, con el miedo y la oscuridad luminosa, empiezo a lavar la pechuga de gallina, los huesos con médula; le siguen los puerros, zanahorias, trompetas de la muerte, calabaza y garbanzos.
Miro el estante y veo mi olla favorita, esa grande que puedes usar en un fuego a tierra, la cojo, pongo el agua, tomo sal y la disuelvo con mis manos, dando vueltas en ella.
El helado espiral que antes me envolvía empieza a transformarse en placer, beso mis manos, perdonándome lo mala madre que me he sentido, mi abuela detrás sonríe y susurra:
-yo he estado prisionera de mi fuerza casi toda la vida, dedicada a la familia sin poder airear a la maga que llevo dentro; se lo debo a mi hija, tu madre, a ti y a mi bisnieta.
A través de ti y de este caldo de muerte vas a liberar nuestro linaje del miedo atroz que siente una sabia quemada en la hoguera, del rechazo de los hombres. Vas a liberar el sentirte fea y fuera de lugar, porque no traes lo que ellos esperan de una mujer.
Los huesos de este caldo honran a todas las mujeres de nuestro linaje, porque piensa que ni una hoguera puede desvanecerlos.
En el bosque, te preguntaron: ¿qué te pasa por coger alimentos de la Tierra? Sollozando dijiste que era tu derecho y llamaste a tu chamana, a mí… y sentiste el placer de escuchar la sabiduría que te traen las plantas, sentiste que no robabas nada, ¡que es tu pleno derecho!.
Los susurros a mi oído de esa fragancia a rosas con pimienta y nuez moscada me llevan a escuchar atentamente la sabiduría de mi abuela, mientras me beso las manos por cada ingrediente que cojo, antes de añadirlo a la olla.
Los acaricio con amor, besos, lágrimas, manos sumergidas de nuevo removiendo esa pócima.
Sin usar cuchillo troceo los ingredientes, lo hago con perdón y aceptación de dónde vengo.
Abuela voy a ponerle algas.
-¿algas? ¿en un caldo?
Sí abuela, las algas aportarán una nutrición extra y equilibrada a este caldo.
También más verduras, lleva pocas, debemos compensar el exceso de proteína animal.
-mi niña… Deja tu mente a un lado, ya estabas entrando, no me preguntes. Siéntelo, si lo sientes, añádelo…
el romero, no te olvides. Purifica, es medicina ancestral de las montañas.
¿Abuela, quieres danzar conmigo mientras se cocina el caldo?
Siento desde atrás un pilar inmenso que me sostiene, donde podría dejarme caer, para descansar la temblorosa que habita en mí.
Me despojo de casi toda la ropa, pongo una música suave y profunda que eleva mis pies ligeramente del suelo… los hilos del Universo deslizan con gran facilidad y placer mis caderas dibujando un infinito, mis dedos y manos alzan el vuelo entrando en sintonía con lo que estamos cocinando en esa olla, mi abuela sigue detrás, puedo sostenerme en ella.
Mi radar percibe la casa, los campos de viñas del entorno… el caldo no hierve todavía, sumerjo de nuevo las manos, toco mi pecho, siento mi corazón que alberga tanta ternura y pongo parte de ella en el caldo.
Perdiendo la noción del tiempo, fundida en esa danza con el todo, siento a mi Dios y mi Diosa a merced de esa marea tan nutridora, en la oscuridad luminosa de este espacio sagrado.
Un placer empieza a sustituir al miedo.
Poco a poco, los movimientos van ralentizándose hasta que paramos, abrazadas con el todo… el caldo ya está listo.
Un caldo negro, muy negro, con olor a luz anaranjada por un fuego en el centro de una cabaña y el romero invadiendo toda la estancia.
Mi abuela dice:
-mi niña… tómalo ahora, mañana llévale a tu madre un tupper y otro al padre de tus hijos.
Siguió un tiempo eterno, delante de un tazón con el caldo de muerte, paralizada, como un relámpago iban pasando
recuerdos de Sarah, muertes en mi familia, mis miedos más profundos, todos mezclados con sangre, huesos, garras y
serpientes, desfilando rápido sin parar, uno, otro… la muñequita negra sin brazos y sin piernas …
Mi espalda sigue erizada, ya no hay oscuridad luminosa, sólo el vago destello de la vela que prendimos juntas.
Lo miro, y de nuevo el miedo,
¡ni loca me tomo ese caldo negro!.
Sintiendo que podría ser veneno. Estoy sola y ¿si me pasa algo? nadie podrá socorrerme, puedo morir.
Busco a mi abuela desde todos los sentidos, su olor a rosas y pimienta con nuez moscada ya no está.
Respiro profundamente y me bebo el tazón de golpe.
Mmmmm… qué rico está, siento que rellena vacíos dolorosos en mi cuerpo, pasa un rato, me miro… me toco…. Todo sigue igual, no pasa nada… Así que tomo otro tazón y otro…en total 8.
Con esa sensación de relleno de vacíos dentro de mí y el gallo del vecino anunciando un nuevo día, voy a dormir….
Pasaron horas, unas diez sino recuerdo mal.
Me despierto, sonrío, me vuelvo a tocar toda, ¡estoy entera!
Voy al espejo, sí, ¡soy yo!
Sigo viva.
Río a carcajadas.
Mis hijos vuelven el domingo.
¡Qué ganas tengo de verlos!
Agradecida por sentir el amor incondicional como madre pienso: dos grandes maestros viven conmigo.
El caldo de muerte sigue en la cocina, la vela apagada ya… desayuno y relleno dos tupper para dirigirme al pueblo de mi madre.
Me siento con ella y sus ojos buscando los míos van escuchando la experiencia de anoche.
Hermenegilda no quiere saber de magia, siempre le ha dado mucho miedo, me ha contado en alguna ocasión que en su casa siempre ha habido un gato negro, que mi abuela leía los posos de té y que sanaba con sus manos a los niños…. todo eso, a ella, le aterra.
Y con ese rechazo sin tapujos hacia lo invisible, acompañándola toda su existencia, hoy, yo, le cuento una historia surrealista.
Mi cuerpo vibrando la mira con ternura y le pone en sus manos el caldo negro, le digo:
– abuela me ha dicho que te traiga un poco para que lo tomes.
Ella con ojos llorosos me abraza y dando las gracias, dice:
-lo tomaré todo.
Con el bienestar por cumplir la voluntad de esa fragancia a rosas y pimienta con nuez moscada, me dirijo a casa de Lluc.
Toco el timbre, una mirada gélida con esos ojos azules que duelen:
-¿que quieres?
-He hecho un caldo, viene de mi abuela, me ha dicho que te dé un poco.
Mirando el líquido negro del recipiente, abre los ojos como platos y conteniendo un: estoy de ti y de tus cosas raras hasta los “cojones “, me contesta:
-No quiero nada
Y cierra esa puerta seca…
*Quiero aclarar que yo estaba por aquel entonces en un viaje iniciático de un año. Que el desagarro que me provocó el divorcio (os recomiendo el cuento del huracán) se iba transformando por momentos, y que, hasta en el supermercado donde menos creía que me iba a encontrar (lo digo porque yo frecuentaba otro) un día, se gira, y choca con mi cara.
El susto que se dio fue pequeño ¿sabéis?
Claro, yo me acerqué sin atreverme a hablarle y justo cuando le iba a tocar el hombro, se da la vuelta bruscamente… lo único que pretendía era pedirle de nuevo perdón por lo aniquiladora y castradora que fui *
Bueno, me digo, lo acepto, está pensando que se me está yendo la “pinza” y lo que le preocupa ahora mismo es si sus hijos están a salvo conmigo.
Pues de acuerdo, más para mí. Me digo.
Durante el fin de semana, sigo alimentándome de esa pócima riquísima, ya no me daba miedo, me como los garbanzos, las setas, las verduras y hasta la médula de los huesos…
Y…
…el lunes sin previo aviso…
…la muerte llama a mi puerta.
¿Qué me pasa? No puedo levantarme de la cama, mis hijos se apañan solos con los bocadillos y el colegio… Yo me miro al espejo y no me reconozco.
Cada vez más desaliñada, no quiero ni tocar el agua… diez días seguidos sin ducharme, necesitaba saber a qué olía, pues el espejo no hablaba de mí, pero el olor que emanaba sí….
Sólo una llamada para avisar de que no acudía al trabajo, que no sabía cuándo volvería.
A partir de ahí una bajada empicada a mi cueva, sin frenos que pudiesen amortiguar el golpe.
Una cueva del inframundo donde habitan: un bosque negro frondoso, una sombra que tiene toda su presencia y un depredador, … no me gusta nada estar aquí.
No logro entender como dentro de mí vive un depredador, éste es el que quiere matarme desde que era pequeña.
En el tiempo que sigue a esas tomas puedo saber realmente lo que es la oscuridad. No hay nada que pueda quitarla, es espesa, profunda, llena de todo lo que no me gusta de mí, empiezo a entender por qué Sarah es negra y está atada.
Mi olor y el silencio profundo son mi brújula ahora.
Frío, miedo, impotencia. Rabia, mucha rabia, quiero matarlo, acabar con él, pero no me siento capaz.
Mis brazos languidecen como un lazo de seda, no puedo alzar la espada para cortarle la cabeza, es lo que más deseo en este mundo ahora.
Sin embargo, mis pies se agarran a ese suelo frío y oscuro, gracias a ello las piernas toman la fuerza necesaria para seguir ahí.
Vivo escondida en los rincones de mi cueva, siempre, siempre, en alerta por si ese depredador se acerca.
Y Sarah…conmigo. No la separo de mí. Me necesita y yo a ella, un vínculo incomprensible para mi mente se teje entre nosotras. Pero no me importa, no tengo tiempo para analizar nada.
Solo sé que estamos unidas para siempre.
Al cabo de unos días siento que debo descoserle la boca, quiere expresarse… mis hijos ven como su madre se ha convertido en un ánima en pena abrazada todo el día a esa muñeca negra…
Mi hija la rechaza, sólo quiere que esté fuera de su vista y desde luego no quiere ni tocarla.
Mi hijo la coge con ternura y la pone en una silla cuando le molesta en el sofá, siempre pidiéndome permiso.
Un día en la montaña, casi al final del viaje iniciático, pierdo la muñequita negra sin brazos y sin piernas. Se soltó del calcetín. Un pellizco sobrecoge mi corazón, quiero buscarla desesperadamente, pero entonces, me acuerdo de las palabras de mi abuela, respiro, me calmo, entiendo que esa muñequita negra sin brazos y sin piernas ha cumplido su misión, vuelve a su hogar.
Al cabo de 33 días sigo sumergida en las profundidades de mi cueva, sosteniendo la muerte, es todo tan intenso y por tanto tiempo, que ahora el miedo ha desaparecido, no me queda otra, vivir con mi sombra y mi depredador. Empiezo a conocerles.
Perdono partes de la sombra.
Y al depredador límites muy bien puestos.
Siguen pasando algunos días más donde ya no me pregunto cuando se acabará esto. Se ha convertido en algo cotidiano: prácticamente no salgo de casa, atiendo solo por unas horas parte de mi trabajo y a mis hijos como puedo.
Oscuridad, acecho, profundidad con olor a hierba mojada de infinitos tactos.
Una noche ya en la cama y a punto de irme a dormir, cierro mis ojos, de repente aparece una lucecita en esa espesura del bosque, una, otra, sigo atenta a esa visión. Sorprendida y sin moverme en la cama observo.
Más y más aparecen.
¡son luciérnagas!
Forman una luz cegadora que lo iluminan todo. Qué belleza.
Y así todas juntas convierten la noche en día.
A la mañana siguiente me incorporo al trabajo, sigo con mi vida…
Han pasado meses desde que me tomé el caldo negro y Sarah ya lleva las manos y los pies desatados… en otro tiempo… la visto bellísima como la reina de un templo, otras con el arapo y su cabello suelto… su corazón grande de fieltro rojo sigue intacto.
Si conozco a algún hombre que me gusta, Sarah es la que da el visto bueno. Eso pasa, claro, por presentarla a ellos. Más de uno se da la vuelta y no vuelve nunca más.
No me importa, si no entienden quién es ella, no tienen nada que hacer conmigo. Sólo dos aceptaron el reto y los dos en el futuro fueron mi pareja.
Hasta que después de 3 años llegó el momento:
Un poco de gasolina, unas cerillas y en un lugar apartado en el campo, dándole las gracias por aflorar todo el dolor que mi memoria selectiva ocultó por tantos años, la quemo. Pidiendo al fuego que transmute todo lo depositado en Sarah en luz blanca diamantina y amor… No siento pena, ella cumplió su cometido y yo con el mío.
Desde aquella noche en la cocina, nunca más volví a sentir la fragancia a rosas con pimienta y nuez moscada, ella se fue para siempre, vino, me alentó, mostró y se marchó.
Eso sí, más adelante entendí que mi abuela de alguna manera quiso entrenarme con ese caldo para lo que estaba por venir.
El depredador salió de la cueva y se plasmó en la vida real, me buscó y me encontró.
Ahí pasó a ser: él o yo.
(esta historia es un avance de mi novela: caldo de muerte y luciérnagas)
joana p.
2 respuestas
BUAFFF…!!! …hasta el 22?
Me ha gustado mucho!
Es un incentivo para llegar al 22, no me defraudes. Pido.
Más.
Y más.
Y el negro.
Más negro.
Gracias Beatriz. Habrá más. Y el negro…bueno, ya verás a dónde lleva a la prota de esta historia 😉 .
Abrazo con ternura,
joana